Eva Peron, coraje y solidaridad

La suya fue la leyenda más fulgurante, una llamarada en aquel Buenos Aires que tal vez la inventó como colmo de esnobismo. Era el tiempo de las Grandes Despensas Argentinas, del jabón Le Sancy de Dubarry, de la gomina Brancato, de la Gran Pensión el Campeonato, de los domingos del jabón Federal, de los estudios Lumiton y Bayres; de las noches de gala en el Colón con la caravana de Packards, Buicks, De Sotos, con su gente de frac y alta peletería, espléndidas mujeres de espaldas desnudas y gargantillas de diamante. Es la leyenda en tiempos de la calle larga y empedrada y de la noche rasgada en dos mitades por la estrellita del trole del tranvía de las doce con su locura de navío bamboleante, vacío, iluminado para nadie. Y el jazmín, la madreselva y el silbido perdido de un tango. Era la Argentina al fiado, con almacén de libreta negra de hule, aceite suelto y el azúcar y la harina en aquel paquete con repulgue que sólo el gallego podía hacer antes de ponerse el lápiz en la oreja. El colegio a media cuadra con su Sarmiento, su bandera llena todavía de fe y el moño azul con pintas. Noche infinita de poetas angustiados y periodistas. Ortiz designado por Justo para ir preservando la democracia. Stábile, Riganti, Kartulovicz, Arsenio Erico.

Y la leyenda empieza cuando una chiquilina con una valija de fibra baja en la estación del Retiro, con la ocurrencia de nacerse a sí misma, más allá de la lucha de su familia y de la placidez pueblerina de Junín.
Sobre Eva Perón, Evita, recaen "todos los malentendidos de la fama", como escribió Rainer Maria Rilke. Sacralizada por las masas humildes del peronismo, demonizada por la burguesía y la clase media de Buenos Aires. Vetada moralmente por los militares que la consideraron indigna de casarse con su más alto oficial presidenciable. Después de cincuenta años logró superar incluso el homenaje del cine comercial mundializado.

Vive como mito de su personalidad única y como referente constante de toda política solidarista. Insolente, sarcástica, rencorosa, con una elegancia natural que reconoció Coco Chanel cuando le recomendó que no necesitaba "vestirse tanto". Con un sentido nato y hasta temible del poder, tuvo un nacimiento mínimo, fue la "no reconocida" de la troupe de los Ibarguren-Duarte y logró una muerte grande de repercusión universal, homérica. Una muerte en aire de santificación laica y popular.

Fascina su itinerario de contradicciones: ella, la frágil, alcanzó el mayor poder que tuvo mujer alguna de su época (al decir de Agustín de Foxá, ninguna mujer la superó en mando desde los tiempos de la reina Victoria y de la emperatriz regente de China).

Pero en Eva Perón todo sería tenso, sacrificial, pagó con vida la voluntad de enfrentar, desafiar, sobreponerse. Su cáncer sería el resultado de ese desajuste perpetuo entre su pasión y el medio.
Siempre en guerra con el mundo de la hipocresía política y de los privilegios, hizo de la oligarquía porteña el Leviatán, capaz de engendrar y simbolizar todos los males. Inició contra las grandes señoras porteñas una batalla a golpes de trajes de Dior, de Jacques Fath y de joyas prestadas por Ricciardi.

Tuteaba a dignatarios, ministros, embajadores o almirantes según insondables códigos -siempre invariables y precisos- que el cuerpo diplomático extranjero trataba de descifrar.

Su autoritarismo y su personalidad carismática la salvaban de sus lagunas culturales. Sabía lo que le había enseñado Perón sobre historia política, en los largos diálogos en la quinta de San Vicente o lo que recordaba de los libretos históricos escritos por Muñoz Azpiri, en sus tiempos de actriz de radioteatro (el presidente Auriol de Francia se sorprendió de su conocimiento profundo acerca de la relación de Napoleón con María Walewska, uno de los éxitos de Eva en radio Belgrano).

Ese carisma personal (el encanto de un ser que se mueve con poder, sin lograr ocultar su íntima fragilidad) fue advertido por Franco ni bien la vio bajar del avión en Madrid: comprendió que con Eva no iba a tener días fáciles. Quien sería el papa Juan XXIII, el cardenal Roncalli, que la recibió como arzobispo de Nôtre-Dame, quedó impresionado por esa apasionada persona. Le envió a Buenos Aires una esquela que Eva conservó como un relicario bajo la almohada de su lecho de muerte: "Señora, siga en su lucha por los pobres, pero sepa que cuando esa lucha se emprende de veras, termina en la cruz".

Desde que llega a Buenos Aires, Eva decide crearse a sí misma. Se sumerge en aquella ciudad implacable, incesante. Un Buenos Aires mítico, perverso, rico, nocturnal. Saltará de las pensiones más sórdidas al hotel Savoy y por fin al palacio presidencial, el palacio Unzué, en un alucinante periplo en el que la realidad de su poder ocupará sólo seis años: desde el triunfo electoral de Perón en 1946 hasta su muerte en 1952.
Sus años de teatro y radioteatro le enseñan la batalla atroz de aprender a usar a los hombres que la usaban. Se salva de varar en amores mediocres. Vive esa batalla con el resentimiento de la mujer desvalida en una sociedad machista. Se impone con coraje hasta sobresalir creando su propia empresa radioteatral y obtiene sus primeros contratos en el cine.

No viene al caso demorarse en sus batallas . Todo cambió en su vida cuando Homero Manzi -según se afirma- la ayudó a colarse al palco del Luna Park donde se realizaba un gran festival por los damnificados del terremoto de San Juan. Era el 22 de enero de 1944 y ella, sin vacilar, usurpó el asiento al lado del coronel Perón. El sería su gurú, su amante, su esposo, su maestro, su ÔSol´ como diría Eva. Su presencia, volcada puramente a la pasión del poder, le hizo olvidar la mediocridad y el acoso de la fauna masculina del Buenos Aires de sus primeros años.

Eva se apropia del ideario nacionalista y del justicialismo social cristiano que Perón consolida en aquellos meses de 1945, cuando el mundo cambia sustancialmente y se definen las dos líneas que a fines del siglo implosionarán: el marxismo socialista totalitario, y el totalitarismo de un capitalismo implacable (que arrasaría a la Argentina en la última década de la centuria).

Perón enuncia su tercera posición y un reformismo económico solidarista. Cree en la necesidad de un Estado autoritario, entre franquista y mussoliniano. Su nacionalismo nace de la convicción de que el mundo político sigue siendo una milenaria conspiración, disimulada con buenas intenciones, manejada por los fuertes para dominar a los débiles. Lo que para Perón era praxis y teoría política, para Eva Perón consistía en imperativo emocional obstinado e indeclinable.

Desde el triunfo de 1946, basado en la indiscutible mayoría popular, Eva se sintió ungida y transformó su vida en misión. Asumió el poder (de facto, porque no tuvo ningún cargo oficial) con la furia del justo que lucha contra el Mal (incluido el mismo aparato de poder estatal tradicional en cuanto instrumento de dominación y demagogia).

Se transforma en un Rimbaud de la política: una mística del bien en estado salvaje. (El mismo Perón se frena varias veces ante ella.) Es intransigente. Ni las astucias de Maquiavelo ni las estratagemas de von Clausewitz, a las que era tan adicto su marido, la incitan a transacción política alguna. Perón triunfó y gobernó y creó una doctrina. Pero Eva voló, intentó el sueño de transformar el poder en realidad de acción solidaria.
El pueblo humilde la empieza a reverenciar como a una madre Teresa con tailleurs franceses.
Su legado

Eva pierde todo sentido del realismo transaccional de la política. Como dijo de ella su amigo de los últimos diálogos, el padre Benítez, "le dolía el dolor del otro como propio". Le parece absurdo todo poder humano que no priorice el dolor inmediato. Aquí y ahora. Su Fundación Eva Perón se transforma en una enorme usina para recibir todas las señales de frustración y dolor del país. Las mecanógrafas se relevan en tres turnos de ocho horas para responder infinidad de pedidos y cartas. Se envían juguetes, zapatos, máquinas de coser, órdenes de internación, muletas, becas, dentaduras postizas, frascos de penicilina a Indonesia, mantas por el terremoto en Perú.

Eva trabaja veinte horas. Sólo entiende el poder como poder dar. La otra Eva, la del traje de Dior en la gala del Colón, queda sepultada por esta pasionaria desvelada, con el pelo tomado en un rodete, capaz de los discursos más entrañables de la historia política argentina en su diálogo con su mayoría humilde. Hay asistencialismo en grande (un poco a lo Robin Hood) cuando exige y casi extorsiona a los empresarios, cuando confisca toneladas de papas o manzanas, cuando se expropian hoteles de turismo para crear colonias de vacaciones infantiles.

Eva se siente democrática, ungida por el demos , pero no respeta las reglas de un republicanismo que le resulta hipócrita: quienes acusan a los Perón de corruptores de la democracia argentina son quienes desde 1930 gobernaron con el poder militar y con el "fraude patriótico" que ese caballero honesto que fue el presidente Ortiz tal vez no pudo soportar... El sentir democrático y misionario fue el centro de la intolerancia de Eva, la fuente de su intratable maniqueísmo.

A las tres de la madrugada, deshecha por veinte horas de trajín, detiene su Packard ante un umbral y carga a toda una familia desvalida. La aloja en un Hogar de Tránsito (de los fundados por ella para recoger y reubicar a los indigentes) y a las seis, con el amanecer, entrará en la residencia presidencial, cuando Perón sale para la Casa Rosada.

Eva muere dándose.

El balance de este medio siglo no puede omitir un hecho anticipatorio y central: su feminismo intuitivo y visceral.

En tiempos en que el feminismo era una lucha incierta de las mujeres argentinas, ya desde el año treinta, Eva fue capaz de irrumpir con estos propósitos insólitos para la época: "Nosotras estamos ausentes de los gobiernos. Estamos ausentes de los parlamentos. [...]. No estamos ni en el Vaticano ni en el Kremlin. Ni en los Estados Mayores de los imperialismos. Ni en los laboratorios de energía atómica. Ni en los grandes consorcios. Ni en la masonería. Ni en las sociedades secretas. No estamos en ninguno de los grandes centros del poder mundial. Y sin embargo estuvimos siempre en la hora de la agonía y en todas las horas amargas de la humanidad. Parecería como si nuestra vocación no fuese la de crear, sino la del sacrificio".
Tal vez su mayor consecuencia política, aparte de la señalada sumisión de todo poder político al inmediato mandato de bien común y solidaridad, pasa por la creación del Partido Justicialista Rama Femenina, donde las mujeres argentinas se encontraron y analizaron su condición sin la presencia de esposos, padres, hermanos o amantes. Fue un verdadero ámbito libre en el que la mujer expresó y analizó los problemas y postergaciones y en el que, por primera vez en Iberoamérica, la mujer argentina asumió puestos profesionales y ocupó un lugar de respeto nunca alcanzado antes.

A los 33 años, después de una agonía dolorosa, Eva murió el 26 de julio de 1952, en un Buenos Aires de lágrima y aguacero. Se llevó con ella su secreto nodal, epicentro de su angustia.
Si el peronismo sigue teniendo algún significado positivo en la vida argentina, ello se debe a la pasión, al corazón y al coraje de Eva. En este país desmantelado por el seudo-liberalismo mercantilista su mensaje sigue siendo permanente. Son las dos palabras que siente nuestro pueblo en esta hora decisiva: coraje, solidaridad.
En su último momento de conciencia omitió una frase célebre (del tenor de: ¡Ay Patria mía!). Prefirió ser leal a su feminidad indeclinable. Llamó a su manicura Sara Gatti y es ésta quien lo cuenta: "La Señora me dijo: Oh Mirá Sara, es una orden, dentro de un rato van a entrar todos porque me voy a morir y después te van a llamar para prepararme. Vos me sacás este rojo chirle que tengo en las uñas y me ponés ese Queen of Diamonds transparente que te hice comprar. El de Revlon´".

Por Abel Posse

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