Los párrafos iniciales de Osvaldo me permiten una consideración que, en cierto modo, incluye los ejes del problema: al igual que el gran historiador, mi padre cumplió este año sus ochenta años.
El hombre en cuestión empezó a trabajar a los siete años, repartiendo la ropa que su madre, mi abuela, lavaba, planchaba y cosía “para afuera”. Desde entonces hasta su jubilación no dejó de trabajar: a partir de 1945, ya hasta el presente, sostuvo siempre la identidad peronista y jamás tuvo cargos políticos en administración alguna.
¿Porqué tanta insistencia con esa identificación? Básicamente porque con el advenimiento del peronismo su vida de trabajador común se dio vuelta, se trastrocó. Al punto que, habiendo podido estudiar apenas hasta cuarto grado, se dio el lujo de lograr que sus dos hijos -mi hermana y yo-cursasen estudios universitarios.
Jamás lo ignoró: el haber llevado una vida familiar digna, con salarios adecuados, techo y libros, fue parte de la gigantesca esquirla dejada por los diez años de gestión peronista, que desataron las fuerzas productivas nacionales e incluyeron en la ciudadanía y el consumo a quienes la organización oligárquica previa apenas ofrecía un destino miserable. Es que Perón no dio limosnas: entre otras cosas, generó las condiciones para que existiese trabajo. Trabajo socialmente útil, bien remunerado y socialmente reconocido.
La potencia de las transformaciones canalizadas por Juan Domingo Perón y exigidas por trabajadores de las más diversas orientaciones y orígenes permitió establecer un esquema productivo que no logró ser desarticulado por las fuerzas imperiales y conservadoras hasta 1976, cuando superan la energía utilizada en 1955 y quiebran el Estado Nacional y la industria argentina.
Esas transformaciones con epicentro productivo tuvieron su correlato en las áreas de educación, salud, protección social, deporte, así como en aspectos institucionales de trascendencia (voto femenino, ley de divorcio, participación sindical en la vida pública, búsqueda concreta de inserción argentina en América latina) que superaron los beneficios obtenidos por los países centrales durante un extenso período.
(Digresión. Hace pocos años, dialogando -más bien indagando y aprendiendo-con Fidel Castro, le pregunté específicamente por Perón. Su respuesta fue: “Cada vez que tuvo que actuar políticamente, lo hizo a favor nuestro”. Acto seguido recomendó a quien esto firma y a varios colegas que se encontraban presentes, que “tienen que reivindicar al plan económico de Perón, especialmente lo que hizo Gelbard, un gran hombre que los argentinos no siempre recuerdan”.
No sé si la anécdota servirá como aporte, o simplemente, en la visión de Osvaldo Bayer, contribuirá a un argumento del tipo “entre stalinistas se entienden”. Lo cierto es que se trató de uno de los momentos más importantes de mi vida y a riesgo de caer en el uso de mencionar una autoridad política sumamente respetable de nuestro continente, no pude ni quise obviar esta mención.)
Sigamos. Desde un comienzo el gobierno peronista estuvo parcialmente ocupado por figuras burocráticas que se situaban a contramano de las modificaciones revolucionarias impulsadas por el Líder y su Pueblo. Cierto es que Perón resultó responsable de tales presencias, muchas de las cuales lo traicionaron después del 55. Y es verdad que la designación de José López Rega y otros sectores conservadores se constituyó en un hecho absolutamente perjudicial para el país todo y especialmente para los trabajadores.
Quien conoce el movimiento social argentino en la actualidad, comprende que amplias zonas de nuestro pueblo han tomado nota de aquellas realidades. Luego me referiré a la cuestión.
El problema es si el ciclo peronista en su conjunto merece ser valorado por esas acciones, sustentadas en el criterio de controlar el poder político y evitar el desarrollo de organizaciones poderosas que contrastaran con su liderazgo, o si merece ser considerado por los gigantescos logros económicos, sociales, institucionales y culturales obtenidos. Logros disfrutados por la mayoría de la población argentina; aún por quienes se negaron a reconocerlos.
A la hora del balance parece necesario recordar que los golpes de Estado de 1955 y 1976 estuvieron específicamente enfocados a la desarticulación de esas victorias populares. Si Perón y el peronismo hubieran sido efectivamente caracterizados por aquellas acciones negativas ¿para qué generar movimientos oligárquico militares tan intensos, si bastaba con sostener a un gobierno de derecha, encima respaldado masivamente?
Si Perón fue lo que Bayer sostiene que fue, el poder económico en nuestro país hubiera tenido todos sus problemas resueltos desde 1946 en adelante y no hubiera desatado tormentas contra el pueblo buscando quebrar el modelo peronista, y condenando a la cárcel, el exilio, el asesinato y la desaparición a miles de sus mejores militantes y dirigentes.
La obra social desplegada por el peronismo entre 1946 y 1976, que no logró desmembrarse tras el golpe del 55, es más profunda que la dejada por el respetado Salvador Allende en Chile, sin por esto intentar un choque entre la reivindicación de ambos líderes populares. Pero es preciso admitir que el cambio económico social registrado en los 40, período en el cual nuestra Patria pasó de ser una semicolonia agropecuaria a una Nación industrial de desarrollo medio, es determinante a la hora de proyectar lo que viene.
Finalmente, y en la misma dirección: otro de los objetivos del avance oligárquico e imperial de 1976 fue, precisamente, barrer del peronismo los elementos transformadores que estaban decididos a no retroceder en los beneficios alcanzados y a profundizar esos lineamientos hasta concretar una definitiva independencia. Es decir, permitir el control absoluto del movimiento peronista por parte de quienes Osvaldo engloba como la derecha peronista y en verdad siempre constituyeron una vertiente liberal, conservadora y burocrática en esta corriente. El menemismo es, sin duda, la coronación de esa política.
Entre el 17 de octubre de 1945, el Cordobazo de mayo del 69 y las jornadas del 19 y el 20 de diciembre del 2001 el pueblo argentino ha ido aprendiendo que la autonomía en la toma de decisiones es un valor importante. Ese nuevo camino que se está abriendo con dificultades no podrá renegar de las victorias alcanzadas en otros tiempos. E irá elaborando un andar equilibrado, que le permita adoptar su propia orientación sin descartar la organización política y la lucha institucional.
Ese equilibrio en la valoración de la propia historia será determinante, porque las nuevas generaciones de luchadores comprenderán que no nacieron del vacío, sino que encarnan las mejores tradiciones del movimiento popular argentino.
De otro modo, si se impone la descalificación de las experiencias anteriores, tendrán que afrontar a tientas el futuro, porque un pueblo que cree no tener una historia digna se encuentra desguarnecido ante los nuevos desafíos.
Ahí está el problema, estimado Osvaldo; y los historiadores tienen una función importante que cumplir en la transmisión de la memoria popular.
Nuestra historia no ha sido apenas una cloaca plagada de perdularios, como el sistema cultural autodenigratorio pretende hacernos pensar. Ha tenido, también, grandes victorias colectivas, logros que otros pueblos por dignos que fuesen no lograron concretar; y hombres que pudiendo acomodarse a los intereses de la gente decente y principal, resolvieron enfrentarlos y hacerse eco de las necesidades de los más humildes. Uno de esos hombres fue Juan Domingo Perón.
Sus errores no anulan su obra. Y sus Tres Banderas, mantienen vigencia.
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